Han pasado 40 años entre mi última estancia en la Biblioteca Nacional y mi reciente vuelta a ella ya en el S.XXI.

 

                                 

Mi infancia y juventud transcurrieron en su entorno. Mi madre fue bibliotecaria en la Biblioteca Nacional, en el Centro Nacional de Lectura y el Museo de América integrado en aquellos años en el Museo Arqueológico, donde yo misma estuve destinada de 1976 a 1978.

Mi vuelta a ese entorno gracias a la invitación de una buena amiga a las XXIV Jornadas de Gestión de la Información de SEDIC  ha marcado un hito en mi vida.

Mi última estancia de hace 40 años en la BNE fue como Ayudante de Bibliotecas en el departamento  de Manuscritos, Incunables y Raros en 1983, siendo don Hipólito Escolar director de la misma y don Manuel Carrión, subdirector. En aquel entonces vivía en Segovia, por lo que el Director de la Biblioteca me concedió  trabajar tres días intensivos para poder estar con mi familia el resto de la semana. El ir y venir en el día en el día era impensable; 40 años después, es lo habitual.

Hoy he regresado también a ese destino casi olvidado, tan lejano ya y tan desconocido y  familiar al mismo tiempo. El edificio es el mismo, sin reformas exteriores aparentes, el mismo entorno,  con algún cambio ambiental, y un aroma imperceptible que lo hace inconfundible; y tan silencioso como si fuera un templo, lejos del bullicio de entonces de los estudiantes, investigadores  y público en general de la biblioteca pública integrada en la parte baja del edificio.

Ahora, solo se ven grupos reducidos de curiosos y turistas, supongo que también de usuarios, que entran y salen y se hacen fotos en la fachada principal sin apenas hacerse notar, como si el efecto templo estuviera presente. El bullicio de la calle y el inmenso tráfico solo se percibe al traspasar las rejas que rodean el «sagrado» edificio. Dentro, todo es paz y tranquilidad.

Es verdad que ha habido muchos cambios físicos en el interior, se han adaptado los espacios a nuevos servicios y el ambiente también es diferente de acuerdo con los nuevos tiempos. Máquinas contra infractores de normas sustituyendo los registros manuales de aquellos que pretendían llevarse algún libro (fui testigo en alguna ocasión) y que se delataban por su propio nerviosismo.

El acceso a la información ha evolucionado y el cambio de siglo ha sido definitivo. Hemos pasado de la «edad del papel» a la IA, y al aprendizaje de esa mecanización .

Recuerdo los ficheros interminables de madera en la sala previa al salón de lectura de la BNE, donde se resumía el contenido de todo el archivo acumulado en pequeñas fichas de cartulina de 7,5×12,5 cm de tamaño, escritas a máquina y sujetas por varillas en los cajones que las contenían para poder ser consultadas sin desordenar, colocadas alfabética o numéricamente dependiendo del tipo de búsqueda. Todo muy manual y muy físico.

Pero eso se acabó: la antigua Olivetti con la que mecanografíabamos las fichas ha dado paso al teclado, la pantalla y a un universo de datos; los ficheros de madera han desaparecido de las bibliotecas y han sido sustituídos por ordenadores, no accesibles para todos.

El mundo de la información, de la documentación, va demasiado deprisa para muchos ciudadanos. El envejecimiento físico es igual de fulgurante, en colisión con los cambios que se van produciendo, muchos insuperables.

Sin embargo, tengo que puntualizar que los ficheros de madera con sus fichas de cartulina no han desaparecido de todas las bibliotecas. A primeros de junio visité en Irlanda una biblioteca pública que me salió al paso y no pude evitar entrar en ella, no recuerdo si fue en Galway o Cork; y de frente, dividiendo espacios, estaban los ficheros de madera  enfrentados a una estantería en la  que, casualmente, se encontraban las novelas en español.

                             

Para terminar, de momento, este último encuentro con lo que fue mi vida anterior, tras 13 años de desconexión, ha sido insuperable. He vuelto a vivir durante unas horas ese aroma a libros (en este caso invisibles), a información, a archivos, ahora etéreos; el contacto con personas afines a las que había dejado de ver y cuyo reencuentro ha sido emocionante, y con otras a las que no conocía pero como si las hubiera conocido siempre.

Todo un acontecimiento en este mundo que parece tan pequeño y es tan extenso, tan inasible.

Pepa Enciso Pena

Pepa Enciso Pena

Ayudante de Bibliotecas jubilada